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sábado, 2 de julio de 2022

Historias de Sotogrande (3) El Club de Polo.



Seguramente, de aquellos clubs que se arracimaban en el emporio de Sotogrande, el de Tenis, el de Golf… el que más hispanos congregaba era el de Polo. Todavía no sé por qué razón. Tal vez fuera por las familias argentinas que llevaban el mantenimiento del club y por su manera de ser tan afable, comunicativa y cariñosa. En realidad no tengo una explicación más razonable.

El club de Polo que yo conocí en los años 80 tenía unas oficinas muy lujosas y unos campos de entrenamiento y de competición de los mejores de la España de ese momento. Los encargados de que todo funcionara eran una familia argentina. Ellos y sus empleados  se ocupaban de todo, de los caballos, las cuadras, los entrenamientos, el cuidado de las pistas, de los campos… Recuerdo que la familia la formaban dos o tres chicos jóvenes -de entre 20 y 30 años- su padre y su madre. Todos eran unas excelentes personas, siempre dispuestas a atenderte y a cuidarte con un mimo muy especial y adorable. Jamás fuimos a verlos para algo, lo que fuera, que no te hicieran pasar, sentarte, tomar algo, charlar, y hasta ofrecerte quedarte a comer. Eran increíbles, de un trato exquisito.

Si la memoria no me falla (que me fallará seguro) tocamos en tres ocasiones en el Club de Polo de Sotogrande. Y siempre con ocasión de la fiesta que se celebraba para la entrega de trofeos del  Campeonato de Polo Internacional que se celebraba cada cierto tiempo, no recuerdo ya si era si cada año.

Pero quiero contaros lo que vivimos el año que, por la razón que luego entenderéis, se me quedó fijado en la memoria. Y Juan lo contaba siempre mucho mejor que yo. Él tenía mucha gracia para contar las cosas que habíamos vivido…

Como ya he dicho, en el Club de Polo se vivía un ambiente muy hispano, cosa que en el golf no ocurría, donde se respiraba un aire mucho más anglosajón.

Aquel año, no sé cuál de los 80, la fiesta incluía una descomunal barbacoa cuya instalación ocupaba varios centenares de metros. Tratándose de argentinos organizando, no me sorprendió cuando llegamos por la mañana.

Las barbacoas que se habían preparado al efecto eran enormes, con parrillas del tamaño de somieres de camas de matrimonio sobre las que se tirarían literalmente, horas después, pollos enteros, enormes chuletones, patas de cordero, costillares enormes, etc…

Desde por la mañana fueron apilando cantidades ingentes de leña y haciendo piras con ellas. Las llamas alcanzaban más de dos metros hasta que poco a poco, a lo largo del día se fueron quemando, convirtiéndose en ascuas y distribuyéndose por las distintas barbacoas. Con una cerveza en la mano, disfruté del espectáculo de ver a estas personas trabajar en lo que siempre han sido expertos: preparar la carne mejor que nadie.

Nosotros fuimos a trabajar en lo nuestro, colocación de equipo en la zona asignada y prueba de sonido consiguiente. Todo bien.

Nuestro planteamiento de repertorio fue:

“Como aquí va a ver muchos hispanos, nos vendrá bien tocar todo lo que llevamos de música sudamericana. Bien, dijimos. Así que saca a Pablo Milanés, Silvio Rodriguez, Carlos Puebla, etc.” Y claro, la canción del Comandante Che Guevara no podía faltar. Estábamos la España de los años 80.

La noche era preciosa. Cielo despejado, luces adecuadas, calor mediterráneo y ambiente muy agradable. Todo iba sobre ruedas. Mientras las personas invitadas disfrutaban de la barbacoa, la actuación empezó y fuimos poco a poco desgranando las canciones elegidas.

Los acordes de Mi mayor, La Mayor y Si 7ª me dieron paso a empezar a cantar esa letra que dice: “Aprendimos a quererte/ desde la histórica altura/ donde el sol de tu bravura/ le puso cerco a la muerte/ Y aquí se queda la clara/ la entrañable transparencia/ de tu querida presencia/ Comandante Che Guevara…

En ese momento, o algo después, no recuerdo, Juan paró de tocar el teclado diciéndome:
“Para, Carlos, que un tío ha sacado una pistola”.
La verdad es que yo la pistola no llegué a verla. Solo oí que alguien gritaba: “Ni una canción más de Castro, ni una más”.

Inmediatamente se armó un revuelo en torno a esta persona, vi que acudía gente de la organización y que se lo llevaban fuera. Nunca más volví a saber de este pistolero.
Continuó la fiesta, seguimos tocando y no alteramos el repertorio. Pero la canción del Che ya no la terminamos, del mal cuerpo que se nos había puesto.

Cuando acabó la música y nos tomamos una copa con la gente, apareció una joven que luego nos dijeron era hija del pistolero cubano. Estuvo conversando con Juan y como vi que se iban a enganchar en una discusión acalorada y absurda, lo cogí del brazo y me lo llevé a otro corrillo. No hubo más.

Aquí nuestra reflexión posterior:
¿Cómo íbamos nosotros a saber que Fulgencio Batista Zaldívar y toda su cohorte se habían exiliado en esta zona? De hecho, el dictador cubano residió en Marbella hasta su muerte en 1973. He leído también que está enterrado en Madrid. Franco dio cobijo a muchos dictadores del momento. Y en la costa mediterránea española, desde Tarragona a Sotogrande, se refugiaron un buen puñado de líderes nazis del ejército de Hitler buscados en esos años por todo el mundo. Aquí nadie se metió con ellos.

En fin, la cosa terminó bien pero podía haber acabado mal, muy mal para los que estuvimos tocando esa noche en el club de Polo.

La organización nos pidió mil disculpas y todo se quedó en un susto grande. Peor cara se le puso a Juanito, que vio blandir una pistola en la noche de Sotogrande.

(Continuará…)










Carlos Bernal, 
30 de junio de 2022.
 
 
 
 

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