La garrucha del tendedero terminaba en un gancho que entraba en el borde redondo de una escuadra de hierro sujetada con fuertes tornillos a la fachada, junto a su ventana, en el segundo piso. En los días de fuerte viento de levante, y a pesar de la tirantez del cable de gruesa tanza que soportaba con mucho ánimo el peso de la ropa familiar, el roce de la garrucha con la escuadra hacía un ñic, ñic, rítmico pero muy poco melodioso. En la imaginación del niño, era el relinchar del caballo de “El Llanero Solitario” cuyas aventuras ilustradas tenía entre las manos algún día gris tormentoso en que no hubiera ido al colegio porque peligraba la verticalidad de su pequeña persona.
Las madres, en el barrio, sabían que en los días grises de fuerte viento de levante no se debía hacer la colada, porque no se podría tender. El viento hacía que la ropa se enrollara sobre la cuerda, dando tantas vueltas sobre sí misma, que convertía en una tarea casi imposible poder recogerla después. Además, la humedad del aire era tan alta en esos días, que podía tardar una semana en secarse. Era por entonces cuando les parecía tener siempre el pelo mojado y al acostarse por las noches, sentían húmedas las sábanas. Lo sabían entonces, sin poder consultar en ningún móvil que la humedad relativa del aire era del 98%. Agua flotando el ambiente.
Al otro lado del cristal, el niño observaba el mar abierto que, cien metros más abajo, parecía querer escalar su ventana. Miraba la cuesta empinada que en los días de verano le llevaba hasta la orilla, y que algunas tardes servía para resbalar sus infantiles posaderas sobre una tabla fabricada con trozos sobrantes de la cercana carpintería de Juan. Casi siempre esos ratos terminaban, como poco, en codos y rodillas llenos de magulladuras y arañazos que su madre curaba con agua oxigenada.
A veces, como consecuencia de ir corriendo en contra del fuerte viento de levante, con la cazadora abierta para que se inflara la parte de la espalda y en su imaginación le pareciera ir volando… se ponía malo. Tenía tos o fiebre y sus salidas habían quedado prohibidas por el alto mando hasta nuevo aviso. Entonces, la distracción pegada al cristal en esos días era cazar moscas.
El médico solía recetar inyectables que venían en unos tarritos de cristal, futuras trampas mortales para moscas. Avisado el practicante, -vecino de la puerta de enfrente- banderilleaba sin pudor sobre el niño, haciendo gala de gran maestría torera.
Aunque estuviera nervioso sabiendo que la aguja terminaría en uno de sus glúteos, la ceremonia de preparación era todo un espectáculo. Por aquellos años, el practicante llevaba la jeringa en una cajita metálica que llegado el momento hacía las veces de hornilla y hervidor. Volcaba en ella una pequeña cantidad de agua, encendía la hornilla y esperaba, en conversación amena con los padres, mientras la jeringa y la aguja hervían. Atravesaba luego con la aguja el tapón de goma del tarrito de cristal y llenaba la jeringa con la sustancia a inyectar. Por entonces ya estaba dando las instrucciones pertinentes -bájate el pantalón- al desgraciado receptor.
El momento posterior, el más esperado, era cuando le hacía entrega del merecido premio al niño: el tarrito coleccionable que serviría como jaula para las moscas del cristal. Ésta era una actividad que requería de mucha habilidad, y se lograba después de bastantes jornadas cinegéticas volcadas con ahínco sobre las esquinas de la ventana por donde la mosca procuraba escabullirse.
Así que el viento condicionaba en parte la vida de un niño en este barrio de O’Donnell de los años cincuenta, en mi Ceuta natal.
Años después, en otros lugares menos castigados por la furia de Eolo, Señor de los vientos, he oído decir en muchas ocasiones la expresión “hace mucho aire”. Sonriendo en silencio bajo el bigote, he dicho para mis adentros: Se llama viento y tú no sabes lo que es eso.
Carlos Bernal
27 agosto 2021.
Esto era más o menos lo que veía el niño desde su ventana. Foto: Joaquín García Estudillo. |
Mis recuerdos muy parecidos. Solo que yo, desde mi casa, no alcanzaba a ver el mar. Para verlo había que subir a la azotea y, con levante, pocas veces me dejaban hacerlo. Mis vistas eran a un mar de eucaliptos plateados y empapados en el agua a espuertas de la lluvia levantisca.
ResponderEliminarLo sé, amigo Joaquín. Ese paisaje tuyo estaba orientado justo en dirección opuesta. Pero compartimos casi todo lo demás. Un abrazo y gracias por pasarte por aquí.
EliminarCuentas la historia en tercera persona del singular, yo, sin embargo,la he leído en primera persona del plural.
ResponderEliminarMuy buena apreciación, vecino. Justo podría haberla contado así, con un nosotros como personajes, como protagonistas que fuimos, que somos. Pero he preferido esa tercera persona para alejarme un poco y poder verlo con más perspectiva. Cosas de la literatura en pequeñito que uno intenta para pasar el calor de la tarde... Un abrazo y gracias por llegarte.
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