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viernes, 27 de agosto de 2021

VIENTO



La garrucha del tendedero terminaba en un gancho que entraba en el borde redondo de una escuadra de hierro sujetada con fuertes tornillos a la fachada, junto a su ventana, en el segundo piso. En los días de fuerte viento de levante, y a pesar de la tirantez del cable de gruesa tanza que soportaba con mucho ánimo el peso de la ropa familiar, el roce de la garrucha con la escuadra hacía un ñic, ñic, rítmico pero muy poco melodioso. En la imaginación del niño, era el relinchar del caballo de “El Llanero Solitario” cuyas aventuras ilustradas tenía entre las manos algún día gris tormentoso en que no hubiera ido al colegio porque peligraba la verticalidad de su pequeña persona.


Las madres, en el barrio, sabían que en los días grises de fuerte viento de levante no se debía hacer la colada, porque no se podría tender. El viento hacía que la ropa se enrollara sobre la cuerda, dando tantas vueltas sobre sí misma, que convertía en una tarea casi imposible poder recogerla después. Además, la humedad del aire era tan alta en esos días, que podía tardar una semana en secarse. Era por entonces cuando les parecía tener siempre el pelo mojado y al acostarse por las noches, sentían húmedas las sábanas. Lo sabían entonces, sin poder consultar en ningún móvil que la humedad relativa del aire era del 98%. Agua flotando el ambiente.


Al otro lado del cristal, el niño observaba el mar abierto que, cien metros más abajo, parecía querer escalar su ventana. Miraba la cuesta empinada que en los días de verano le llevaba hasta la orilla, y que algunas tardes servía para resbalar sus infantiles posaderas sobre una tabla fabricada con trozos sobrantes de la cercana carpintería de Juan. Casi siempre esos ratos terminaban, como poco, en codos y rodillas llenos de magulladuras y arañazos que su madre curaba con agua oxigenada.


A veces, como consecuencia de ir corriendo en contra del fuerte viento de levante, con la cazadora abierta para que se inflara la parte de la espalda y en su imaginación le pareciera ir volando… se ponía malo. Tenía tos o fiebre y sus salidas habían quedado prohibidas por el alto mando hasta nuevo aviso. Entonces, la distracción pegada al cristal en esos días era cazar moscas.


El médico solía recetar inyectables que venían en unos tarritos de cristal, futuras trampas mortales para moscas. Avisado el practicante, -vecino de la puerta de enfrente- banderilleaba sin pudor sobre el niño, haciendo gala de gran maestría torera.


Aunque estuviera nervioso sabiendo que la aguja terminaría en uno de sus glúteos, la ceremonia de preparación era todo un espectáculo. Por aquellos años, el practicante llevaba la jeringa en una cajita metálica que llegado el momento hacía las veces de hornilla y hervidor. Volcaba en ella una pequeña cantidad de agua, encendía la hornilla y esperaba, en conversación amena con los padres, mientras la jeringa y la aguja hervían. Atravesaba luego con la aguja el tapón de goma del tarrito de cristal y llenaba la jeringa con la sustancia a inyectar. Por entonces ya estaba dando las instrucciones pertinentes -bájate el pantalón- al desgraciado receptor.


El momento posterior, el más esperado, era cuando le hacía entrega del merecido premio al niño: el tarrito coleccionable que serviría como jaula para las moscas del cristal. Ésta era una actividad que requería de mucha habilidad, y se lograba después de bastantes jornadas cinegéticas volcadas con ahínco sobre las esquinas de la ventana por donde la mosca procuraba escabullirse.


Así que el viento condicionaba en parte la vida de un niño en este barrio de O’Donnell de los años cincuenta, en mi Ceuta natal.

Años después, en otros lugares menos castigados por la furia de Eolo, Señor de los vientos, he oído decir en muchas ocasiones la expresión “hace mucho aire”. Sonriendo en silencio bajo el bigote, he dicho para mis adentros: Se llama viento y tú no sabes lo que es eso.



Carlos Bernal
27 agosto 2021.

 

Esto era más o menos lo que veía el niño desde su ventana. Foto: Joaquín García Estudillo.

 

 
 
 
 
 

 
 
 

jueves, 26 de agosto de 2021

Libertad de peceras


 

Hay pasillos enormes llenos de peceras encima de más peceras. Hasta el techo de una nave, donde navegan peceras.
Hay peces moviéndose en casi todas las peceras.

¿Nos verán desde dentro como los vemos desde fuera?
¿Tendremos, también, ahuevados los ojos?
¿Cómo verán los peces el cristal de su pecera?
¿Olvidarán la pecera, con su memoria de pez?
¿Se sentirán libres hasta llegar al cristal?
¿Será una frontera con valla transparente?

¿Aprenden rompiendo su frente en la frontera?
Su libertad es proporcional al tamaño de la pecera.
Libertad provisional. Libertad hasta la frontera.
Libertad de terraza, hasta llegar al cristal.

Cada pecera adjunta un envase con comida.
La comida para peces son miguitas en los dedos.
Y se sueltan frotando.

Hay gente que se para y les echa comida.
Solo por ver cómo comen los peces.
Siempre hay gente dispuesta.
Vocación de poderoso o tal vez de oenegé,
dependiendo del momento.

Miles de peces agitan peceras, celebrando comidas.
Comen y comen hasta que revientan.
Cuando los peces se mueren, los tiran al mar.
Un encargado con gorrilla y cara sin sombra,
sumerge un palo largo con red.

No colocan cartel de se alquila o se vende.
Las peceras vacías son callejones con niebla.

Algunos peces aprenden
a no caer en la trampa,
a no morder el anzuelo.
“Come tú”, te dicen,
al otro lado del cristal,
mientras ahuevan aún más
sus ojos de huevo.


Carlos Bernal
25 agosto 2021.

jueves, 19 de agosto de 2021

Recogiendo las redes

Recogiendo las redes. Óleo de Mónica Caruncho Fontela

   




Agota la madrugada calurosa,
el sudor de los puntos cardinales; 
y esa canción tantas veces repetida
en aquellos días infantiles,
y que ahora reponen las pantallas
de todos nuestros teléfonos móviles.


Cansa dar sonoras palmadas.
Espantar constantemente las palomas,
que con su espíritu -santo o no-
intentan anidar mi balconada.

Asombra haber tenido que vivir tanto,
para saber que estábamos en la noria
que sigue llenando cangilones
para volver a vaciarlos en el barro.

Refresca pensar en recoger las redes.
Levar esa pequeña ancla,
la que me fija a un suelo inestable.
Y alejarme en el silencio de los remos,
con el suave vaivén de la marea.

Y bracear en un mar que amanece,
partiendo el agua en dos mitades.
Dejando a un lado el vigor del nuevo día,
y a otro, la absurda ingravidez de los peces.

Relaja ir recogiendo las redes.
Regresar al balcón de las miradas,
a resguardo de los nidos de palomas.

Carlos Bernal
19 agosto 2021

 

 

 

 

martes, 17 de agosto de 2021

EL POETA DE LAS LUNAS


 

Te mataron, Federico,
porque no podían con tu vida;
ni con tu sed de justicia,
ni con tu fe y tu alegría.

Te apuntaron a la frente
porque al alma no sabían.

Te mataron, Federico,
porque tú siempre cantabas
por donde más les dolía

Mas no hay cuneta tan profunda
que pueda ocultar sus heridas;
las de ellos, no las tuyas.

Te mataron, Federico,
para mancharte con ellos;
para lavar con tu sangre
la estupidez de sus días.

Por tus sienes resbalaron
ensangrentados claveles.
No pudieron con tus Lunas
ni tus estrellas de plata.

Te mataron, Federico,
por no poder con sus vidas.

Te mataron por los celos,
porque no eras como ellos.
No lo olvides, Federico;
nosotros no lo olvidamos.

Carlos Bernal
17 Agosto 2021

 

 


lunes, 2 de agosto de 2021

Juventud, primera estación.


La juventud no es en sí misma una estación
más importante que cualquiera de las otras.

Es la primera que aparece en el camino
cuando apenas nadie la espera.
Sus dimensiones suelen deslumbrarnos,
su amplitud desconcierta a cualquiera.
Tiene techos muy altos y radiantes,
con cielos de vidrieras muy azules.
Tiene suelos tan livianos que uno flota
con esa sensación de ligereza
que dan los inocentes pocos años.
Presenta perfiles meridianos
y columnas de apariencia robusta.

Aún así quedarán en el camino
muchas otras mejores estaciones.

El viaje de juventud tiene buen precio
aunque no tenga futuro su compra;
pues todo el mundo sabe que hablamos
de algo que se desgasta con el tiempo.

Carlos Bernal
2 agosto 2021.