Se dejó ovillar por la tristeza
en la esquina más oscura;
aquélla donde solo crecía
el chorreante moho del odio,
la arrogancia del pobre altivo
y la desigualdad del embudo.
como rumian las ovejas.
Rumió muchas canciones
que olvidadas tenía
Y salió al sol que más calienta,
el de la plaza de todos;
la de los árboles talados
por la alcaldesa que puede
con un pueblo que se deja.
el recelo de la gente,
y la suficiente cautela:
llevaba un libro en una mano
una guitarra plebeya.
Y sin más, sin previo aviso,
desenfundó aquel arma
de adicción contagiosa,
que usaba sin permiso.
Toda su vida fue consciente
que una canción puede ser
una bala de razón perdida
que te alcance en plena frente;
una lengua desconocida,
como un cuchillo entre los dientes
que amenace con hablarte
y que pueda convencerte;
un grito al amanecer
que te despierte para siempre;
una bomba de amor de racimo;
la enfermedad incurable
de un derrame de cordura;
el destino donde acabe
tanta patente de corso.
Y brotaban las canciones
de su pozo de seis cuerdas;
una mina inagotable
de promesas incumplidas;
de dolores muy antiguos,
de préstamos de otras voces,
de salobres desencantos.
Y las gentes, en la plaza,
perdieron todos los miedos
para ganar bendita calma.
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