Abro el cajón de las cosas colgadas
de un tiempo para siempre inservible.
Hay un viejo teléfono móvil.
Auriculares nocturnos rotos.
Una foto de aquella pandilla.
Caducadas pastillas antiácidos.
Unas gafas de sol del otro siglo.
El botón que guardé por si acaso.
Aquellas conchas que recogí de la playa.
El último reloj que me puse.
Un llavero que me dejó mi padre.
La llave de una maleta que perdí.
Una novela que nunca he leído.
Unos versos que se han puesto amarillos.
Y una vieja baraja de cartas
a la que le faltan los reyes.
Y hay escombros de antiguos destrozos:
Trozos de discusión que desembocaron
en caudalosos ríos de ruptura;
absurdas posiciones ganadas
a base de negra testarudez.
Y legiones de palabras malsonantes
desfilando con crestas antiguas
en supuestas versiones actuales.
Son fondos de un cajón que bucean
donde ya no se puede pescar.
Y sin pensar en por qué las guardo,
con un leve y distraído empujón,
he vuelto de nuevo a cerrarlo.
Un terrible y pesado equipaje,
arrastrado con la misma fatiga
que una cruz subida al calvario.
EL CAJÓN (2)
VUELVO al cajón de lo inútil.
Tiro cosas viejas que pensaba,
y otras que seguían pesando:
Suelo desechar poemas largos
a partir de la décima estrofa;
y la música que pierde melodía
pero encuentra un dolor de cabeza.
Me aburren las teorías farragosas
sean de lo que sean. La película
que todo el mundo ha visto,
y un libro que estuvo semanas
en una supuesta lista de éxitos.
Abomino de las tardes sudadas
con la humedad relativa de mi tierra.
Corro de los ojos sin dudas,
que miran llenos de odio
tras los velos de cualquier religión.
Escapo de la membresía,
-no formo parte de nada-;
y de la embestida de las tradiciones
y el sentido de la contracultura.
Sospecho del revolucionario
que apenas ha salido del portal.
Para ganar algo de altura
me subo a un montón de preguntas.
Observo lo poco aprendido
en mis últimos setenta años.
No hay arreglo cercano.
Cierro de nuevo el cajón;
creo que no volveré a abrirlo.
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