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jueves, 30 de junio de 2022

Historias de Sotogrande (1)




Ellos lucían cabellos grises o directamente blancos, y un hermoso estómago era la parte más sobresaliente de su figura. Sus rodillas cargaban con una artrosis tratada desde hacía años, pero su billetera gozaba de una espléndida y abultada salud. En la puerta, autos de alta gama, tipo Porsche Cayenne, aguardaban a que la fiesta acabara.

En ellas destacaba una aprendida sonrisa que, a sus treinta y pocos años, sabían ir colocando en cada lugar, en cada persona, en cada momento. La sonrisa era tan auténtica como el color rubio que sus melenas dejaban caer sobre los dorados hombros. Su figura, la de ellas, estaba bien conseguida a base de gimnasios, spa y masajes diarios que pagaba la VISA de ellos.

La fiesta fue en una de esas mansiones que se ocultan tras tapias enormes y árboles descomunales, y que el resto de los mortales solo tenemos ocasión de ver en viejas películas de James Bond, pongamos por caso. Se celebraba en el “pequeño” jardín (dijo la dueña), que debía tener la dimensión aproximada de medio campo de fútbol, pero con el césped mejor cuidado.

La cita era a la caída del sol. Sobre esa hora, varios criados, filipinos por supuesto, iban aparcando los autos que sus dueños dejaban en la misma puerta donde les recibía la dueña de la casa, que creo recordar era belga y que no sé qué celebraba, da igual. Lo que sí recuerdo es que el catálogo de los coches que llegaban ya lo quisiera para sí el mejor concesionario que exista en España.

Y uno, que andaba desde hacía varias horas colocando altavoces, cables, amplificadores y probando el sonido para que nada fallara a última hora, no dejaba de hacer mención a lo mal repartido que está el mundo. Las miradas y los comentarios jocosos entre Juan y yo eran tipo: “Aquí llega otro que está podrío de dinero”.

Sobre el jardín, lamparitas pequeñas y coquetas alumbraban mesas para dos, cuatro, seis, ocho comensales, según los grupos ya concertados. En cada mesa podían apreciarse botellas de vino blancos, tintos, rosados, de gran categoría todos ellos.

Y empezaron a hacer aparición en la escena, ellas bellísimas y ellos… elegantes. Saludos, apretones de manos, besos, algún abrazo, todo ello asomando unos dientes blanquísimos y de perfecta definición (no por menos, en la zona también estaban instaladas las mejores clínicas dentales).

Entre veinte y treinta personas formaban el grupo que se autofestejaba esa noche, y que conversaba ya animadamente (eso sí, a un nivel bajísimo de decibelios).

Juan y yo fuimos contratados para amenizar la fiesta de esa noche. Juan tenia un contacto en la cafetería del club (no sé si el de golf, el de playa, el de tenis o el de polo, vaya usted a saber) que le llamaba cuando alguien pedía música para una fiesta privada. La cosa era muy cómoda. Se trataba de tocar música muy suave durante la cena y después, para el baile, cosas más alegres… Para el resto de la noche, cuando el personal se desmadra, ya valdría cualquier cosa.

Con el volumen al mínimo, íbamos tocando musica orquestal (sin cantar). Nos llamaban la atención constantemente camareros diciendo que tocásemos “más bajito”. Llegó un momento que más nos valía apagar el equipo…

Pero la noche fluye y las botellas de cada mesa van vaciándose al tiempo que el tono de las conversaciones se va incrementando. Crecen las voces como aumenta el número de botellas vacías. Nosotros tenemos que ir subiendo el volumen general del equipo para ser audibles, y aquel remanso de paz y armonía que era, se convierte por arte y magia del dios Baco en una verbena del barrio más modesto de las afueras industriales de cualquier gran ciudad.

Pero la cosa sigue “in crescendo” y llegan los animosos bailes. El bebercio ha pasado a mayores y ya corren por las bandejas de los camareros el güisqui, vodka, ginebra, etc, como si fuera agua. Desde los acordes de una sevillana, observo lo patoso que se puede llegar a ser por mucho dinero que se tenga y muchas empresas que se manejen desde los parqués de medio mundo financiero.

Al final, los más prudentes van retornando a sus sillas ayudados por la rubia de bote que les da su brazo, mientras otros prefieren acabar en el fresco césped de aquel San Mamés de la costa. Unos y otros continúan con la ingesta descontrolada de alcohol de todo tipo, hasta que la joven acompañante, algo menos beoda (aunque no mucho), haciéndose cargo de la lamentable compostura de su príncipe azul, opta por cargárselo al hombro, y llave en mano, acercarlo hasta su BMW para -supongo, después- arrojarlo a su  cama de manera poco ortodoxa.

Por fin llega la calma al “jardincito” y Juan y yo nos dedicamos a recoger el equipo y colocarlo en su viejo Mercedes que hace las veces de furgoneta entre su enorme maletero y el asiento de atrás.

Queda en el lugar de la batalla campal un curioso ejemplar que nos llama la atención. Se trata de un escritor inglés (eso dice él) que ha sido invitado por ser contertulio de la cafetería del club en los últimos días y haber hecho alguna amistad -poca- con la dueña de la casa. Parece ser que está interesado en quedarse a dormir esa noche en la casa, seguramente apoyado en la fuerte borrachera que no duda en mostrar. La belga nos pide ayuda mientras terminamos de recoger y nos dice que lo acerquemos hasta su apartamento. En el rostro y los modos de la mujer se advierte una solicitud de auxilio no exenta de cierta emergencia. Pero el obstinado inglés insiste y tenemos que intervenir cogiéndolo casi en volandas y metiéndolo en el coche.

Acabamos recibiendo un cheque de la señora de la casa por la cantidad estipulada y -después de dejar al pesado del inglés donde nos dijo- nos fuimos tranquilos a dormir.

Son historias de músicos que en los años ochenta disfrutamos de noches curiosas. Ya contaré alguna más…  

 


Carlos Bernal
29 de junio de 2022

 

 

 

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