Era un cabaret que había en Hadú (Barriada de San José, en Ceuta) hace
ya bastantes años. Estaba en una empinada calle que lleva desde Hadú
hasta La Almadraba y cuyo nombre verdadero me ha costado recordar,
Avenida de La Argentina, porque en realidad todos la conocíamos como la
Cuesta de la Parisina o de Parisiana, según versiones, en referencia a
una madame de París que vivió por allí a principios del siglo XX.
Conocí el Constantinopla, quiero decir que estuve allí. Sí, pero esta no es la historia que cabría esperar de un joven que en 1973 deambulara por locales nocturno. Mi relación con este local fue mucho más inocente y, desde luego, más curiosa.
Aquel verano yo presenté una canción -“Nuria”, se llamaba- al Festival de la Canción “Ceuta, Perla del Mediterráneo” y necesitaba un arreglista que la orquestara. A través de contactos familiares logré hablar por teléfono con Rafael Ibarbia, aquel director de orquesta gordito, calvete y con bigotito de la época, que los más veteranos recordareis porque aparecía mucho en los programas musicales de TVE, la única televisión que teníamos.
Adquirió este buen hombre el compromiso -a cambio de diez mil pesetas de la época- de arreglar aquella partitura para que los músicos de la orquesta del festival pudieran, quince días después, tocarla en el parque de San Amaro, precioso lugar que mis paisanos conocen perfectamente.
Pero los días pasaban y yo sin noticias del “Von Karajan” de mi canción. Un día antes del festival, me llamó:
Conocí el Constantinopla, quiero decir que estuve allí. Sí, pero esta no es la historia que cabría esperar de un joven que en 1973 deambulara por locales nocturno. Mi relación con este local fue mucho más inocente y, desde luego, más curiosa.
Aquel verano yo presenté una canción -“Nuria”, se llamaba- al Festival de la Canción “Ceuta, Perla del Mediterráneo” y necesitaba un arreglista que la orquestara. A través de contactos familiares logré hablar por teléfono con Rafael Ibarbia, aquel director de orquesta gordito, calvete y con bigotito de la época, que los más veteranos recordareis porque aparecía mucho en los programas musicales de TVE, la única televisión que teníamos.
Adquirió este buen hombre el compromiso -a cambio de diez mil pesetas de la época- de arreglar aquella partitura para que los músicos de la orquesta del festival pudieran, quince días después, tocarla en el parque de San Amaro, precioso lugar que mis paisanos conocen perfectamente.
Pero los días pasaban y yo sin noticias del “Von Karajan” de mi canción. Un día antes del festival, me llamó:
– Siento no haberte podido hacer los arreglos antes, pero es que he tenido mucho trabajo este mes.
–
Pero es que los necesito para mañana, -le dije-.
– Ya, bueno, mira,
vamos a hacer una cosa. Yo los pongo por la mañana en el avión de Málaga
y que te los dejen en el bar del aeropuerto. Manda alguien allí a
recogerlo…
(Nota para los que no han viajado a Ceuta:
Se pensaba este hombre que el desplazamiento desde Ceuta a Málaga era un ir y venir en un par de horas, barco incluído. Hacerlo entonces era imposible. Hoy tal vez se hubiera podido conseguir en el helicóptero).
No recuerdo ya lo que le dije, pero sé que le contesté
muy enfadado. Por cierto, creo que Ibarbia cumplió con su palabra, ya
que bastante tiempo después, alguien me dijo que había visto en el bar
del aeropuerto de Málaga -sujeto entre las botellas- un sobre grande con
mi nombre escrito.
Esa tarde, los últimos rayos del sol se colaban entre los pinos y las palmeras del Parque de San Amaro mientras la orquesta del festival repasaba cada canción con sus respectivos autores y cantantes. Yo estaba hundido, mi canción estaba seleccionada pero no podría cantarla. Hablaba con la organización sobre lo ocurrido con “Nuria”:
– Tendré que dejarlo, Enrique; los arreglos no llegan a tiempo.
Esa tarde, los últimos rayos del sol se colaban entre los pinos y las palmeras del Parque de San Amaro mientras la orquesta del festival repasaba cada canción con sus respectivos autores y cantantes. Yo estaba hundido, mi canción estaba seleccionada pero no podría cantarla. Hablaba con la organización sobre lo ocurrido con “Nuria”:
– Tendré que dejarlo, Enrique; los arreglos no llegan a tiempo.
Pero el bueno de Enrique Barranco, director de la orquesta del festival, me dio una solución:
– Vente esta noche al Constantinopla, pero ven tarde; cuando yo termine de tocar, haremos los arreglos de tu canción. Tráete la guitarra.
Eran las cuatro de la mañana cuando me presenté en la puerta del cabaret, con mi amigo Jose Carlos Navas, que no me dejó solo ante el delicado envite. Un cartel bastante sobrio con algunas bombillas de colores, parpadeaban haciéndonos guiños para entrar. El sueño se me quitó de golpe y me dieron más ganas de salir corriendo y dejarlo todo que las que tuve la tarde anterior.
No sabía muy bien qué estábamos haciendo allí, pero ya que estábamos… descorrimos la cortina… oscura, vieja, cutre y manoseada como todo lo que vendría tras ella. El ambiente parecía sacado de una película de cine negro de los años cincuenta, de esas que dan por televisión de madrugada, convencidos de que nadie las ve.
Recuerdo que me quedé paralizado en el centro de la sala, con la guitarra en la mano y una cara de imbécil de “no te menees”. En seguida acudió a nuestro encuentro un hombre con claros signos de interrogación: los brazos medio levantados, pegados al cuerpo y las palmas de las manos hacia arriba. Cuando le expliqué, nos acompañó hasta la zona donde Enrique y tres músicos más se ganaban el pan del día siguiente; antes de dejarnos allí, nos pidió cortésmente que dejáramos libre el pasillo, ya que iban a salir “las artistas”.
El pianista me saludó con la cabeza mientras daba la entrada al cuarteto, que ramplonamente introducía la actuación de aquellas dos señoras más entradas en años que en carnes, y viceversa. Después de soportar estoicamente desafinados agudos cupleteros y malos tratos musicales dignos de ser castigados cuando menos con arresto domiciliario, el espectáculo felizmente concluyó.
Y allí, ya con mejor iluminación y mientras una de las artistas barría el local, Enrique se armó de paciencia, se sentó al piano y despacio, nota a nota fue armonizando lo que la orquesta tocaría algunas horas después en la final del Festival Ceuta, Perla del Mediterráneo. Esa noche gané el segundo premio de aquel festival que tantos buenos ratos nos dio a todos lo caballas.
Varios años después viví una temporada en la calle Marqués de Lede, a unas cuantas calles de distancia del cabaret. Por las noches, desde el silencio del balcón de la casa, algunas veces oía los agudos de Pepe -el trompetista del cuarteto-, mientras yo sonreía recordando la noche que estuve en El Constantinopla.
Carlos Bernal.
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