I
EL PERSONAJE
Ponía los ojos un tanto entornados. Difícilmente dejaban adivinar qué lejano punto centraba su interés. Solían mirar extasiados abrir y cerrarse el día. No había mayor placer.
Dos labios silenciosos le cerraban la boca. Una boca que se abría gustosa dejándose deleitar por todo tipo de sabores y con más frecuencia de la que debería. El resto, dientes descolocados, barba de varios días y alguna que otra risa explosiva, conformaban un rostro de presencia seria pero de fácil acceso.
Era poco hablador. Conversador en otro tiempo, se había llenado de silencios. Tal vez cansado de intentar hacerse entender, ahora prefería escuchar. Aunque la mayor parte de las veces ya no escuchaba; se encerraba en sus pensamientos, esos que no le defraudaban, solo le distraían.
No caminaba pensativo, más bien pensaba caminando. Los ruidos y conversaciones lejanas a través del paseo animaban su cuaderno de bitácora. A ratos se sentaba a pensar la vida, las prisas de los otros, los rotos sin sentido, los explotados, los esclavos, las insaciables fauces financieras, la impunidad del poderoso, la indiferencia del sumiso, la incultura institucionalizada…
Uno de sus grandes errores fue interiorizarse, perder su condición de hombre costero, litoral. Pero al final regresó al origen, donde las tardes son verdes botellas que el mar devuelve entre brumas y ruidos rompientes, y las mañanas amarillas figuras de oro blanco que el viento arrastra y las olas se llevan.
Dormitaba entre horas, otro inmenso placer. Evaporarse en la somnolencia que viene y que va entre momentos de lucidez y otros de consciente irrealidad, era otra forma de celebrar sus días…
II
TIEMPO
El tiempo es eso que se te va sin que te des cuenta.
Hay frases muy bonitas con el tiempo, ése que nos ha visto pasar. Entre las que más gustan al paseante está la de “Llevo demasiado tiempo sin verte…”. Otra es la de “El tiempo todo lo cura”. Decía una vieja canción: “El tiempo que va pasando, como la vida no vuelve más…”
No mide mucho el tiempo el paseante. Abandonó su reloj de pulsera el día que se jubiló. Después dejó que transcurriera dulcemente, y solo la sensación de estómago vacío o la luz que se extingue en el mar marcan algo su prisa, acelerándole el paso.
Piensa a veces en la medida del tiempo, lo que tarda en transcurrir; en lo rápido que pasa la vida, en lo lento de las horas de espera, en lo relativo de su duración.
Y entonces, mientras va andando, algo le lleva hacia atrás, muy atrás en el tiempo…
De pronto se ve sentado en aquellas soporíferas horas eternas de las tardes de instituto. Un tiempo espeso, como de chicle, se extiende por el aula. El paseante se reconoce en aquel niño mirando una pizarra llena de números y signos extraños que un aburrido profesor llamaba ecuaciones. Y se ve volando con su imaginación más allá del sol que se colaba por los enormes ventanales. Hasta que vuelve a oír aquella campanilla que en una carrera escaleras abajo, tras un largo pasillo, le devolvía a la vida.
Pero volvamos al hoy del paseante. Sus paseos también tienen sus tiempos bastante medidos. De su casa al puerto, -lugar de relax donde los barcos se mecen al ritmo de la música de su móvil-, unos veinte minutos. Parada obligatoria. Repaso matinal de salida de algunos pesqueros tardíos que regresarán por la tarde. Voces lejanas de apremio para la subasta en la lonja, y golpeteo de cajas ya vacías. Graznidos de pavanas peleando los restos de pescado por tierra, mar y aire. Alguna foto si la ocasión lo merece. Y a seguir.
A partir de ese momento, media hora más o menos le llevarán por un recorrido urbano que se asoma al mar. Otro gran placer, vivir una ciudad que tiene la cabeza aireándose en el monte y los pies chapoteando en agua salada.
Después regresa a casa. En total una hora y media casi todos los días, a través de un paseo marítimo y una vía verde que le acompañan dándole, si no conversación, sí mucho que pensar. Ese mar cambiante, distinto cada hora que pasa, es suficiente estímulo e inspiración para seguir viendo, viviendo, reviviendo.
Así es un poco su tiempo, ése que ni le ha dado la razón, ni ha puesto las cosas en su sitio. Pero todavía queda tiempo...
ESPACIO
Hay un tiempo para todo y cada cosa tiene su tiempo. O eso al menos piensa el paseante mientras observa a jóvenes por el paseo, llenos de vida y sin lugar para esos miedos que él suele aplastar en el fondo de su mochila.
Igualmente cree que hay unos espacios para cada cosa. Él se crió en espacios abiertos. En la Bahía Azul, la calle era su reino y la cercana playa un patio de recreo lleno de juguetes didácticos. Arena, piedras, conchas, cañas, cristalitos de mil colores que el mar arrojaba y un fuerte viento de levante fueron más que suficiente para aprender a vivir, jugando. Por eso lamenta tanto ver a los pequeños hoy, creciendo en pisos donde la luz es un reflejo de sol rebotado en un cristal del edificio de enfrente, y su espacio abierto -si lo hay- es un raquítico balcón con macetas donde lucha por sobrevivir la yerbabuena.
Sus mayores le decían aquello de “cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa”. Eso le llevó a ser más o menos ordenado. Por suerte, la vida le sonrió y ha podido tener espacio para todo y también su espacio. Pero eso no le hace olvidarse de aquéllos que no han podido tenerlo.
Luego vino el sentir su espacio invadido, la gente que se le echaba encima en cualquier cola que tuviera que hacer. Sentir el aliento del de atrás en su cuello era algo que le sacaba de quicio. Giro de cabeza, mirada inquisitiva… y normalmente no había reacción. No todo el mundo suele entender que hay un espacio personal, vital, libre de agentes invasivos. Bueno, al menos ahora hay marcas en el suelo indicando dónde se tiene que colocar el que nunca respetó ese espacio.
Observa el paseante a gente que no cuida la calle, ese espacio de todos. Recuerda que cuando era niño, en los autobuses había unos cartelitos que él se entretenía en leer. Uno decía: “Prohibido escupir en el suelo”. Luego dejó de ser necesario recordar algo tan obvio. Ahora sonríe tras su mascarilla, pensando que sería oportuno volver a decirle a la gente que no hay que hacer tamaña cochinada. “Cuidar lo que es de todos como si fuera de uno mismo", en contraposición a “lo que es de todos no es de nadie”, como parece ser el sentimiento reinante.
En este terreno de cuidar lo de todos, el paseante se cruza con un joven bien vestido, con aspecto de oficinista, que porta una caja grande en dirección a contenedores de basura cercanos. Botellas de plástico, papeles, cartones y restos de comida rápida completan un muestrario que vuelca directamente en el de basura orgánica. El paseante no puede morderse la lengua y le recomienda que tire cada cosa en su sitio. La respuesta del modélico ciudadano no se hace esperar: “Caballero, métase usted en sus cosas”. Como si la ciudad no fuera cosa mía. Como si no fuera cosa suya. Como si no fuera cosa de todos. Como si fuera cosa de nadie. Al paseante le chocó una respuesta así, tratándose de un “joven, blanco, europeo, español, con corbata y evidente educación (¡me llamó caballero!)”.
En otras ciudades europeas, una actitud así hubiera acarreado una buena sanción, o cuando menos la reprimenda del guardia (esos que aquí ves pasar aullando sirenas desde sus gafas oscuras, pero no caminando entre los ciudadanos). En Bruselas, por ejemplo, las bolsas con basura no separada, no te la recogen, les colocan unas pegatinas de aviso, la primera vez; a la siguiente, multa para el edificio. Ya se preocupa la comunidad de que los vecinos separen las basuras.
Lástima que aquí no se vigile lo más importante que hay que vigilar, lo de todos. Tristeza. Desilusión después de tantos años haciendo campañas de concienciación con niños -como el joven oficinista lo fue- en el colegio.
Algo hemos hecho mal.
IV
CAMINOS
A veces, mientras caminamos, dejo que se adelante unos pasos para verlo con distancia. Como si fuera otro. Como si no lo conociera. Si veo que resopla y mueve la cabeza de lado a lado, algo va mal. Ah, ya sé. Es el ciclista que marcha por la acera como si llegara a una meta del Tour de Francia. O ese perro que campea solo, adornando el paseo con los frutos de su vientre que nadie recoge.
Entonces lo alcanzo y del brazo me lo llevo a la orilla. Allí respiramos Mediterráneo. Observamos las olas que siguen llegando sin cansarse, sin pretender darle siempre un sentido a lo que hacen. Terapia. Respirar y dejar que el mundo corra. Un compañero me dijo un día que cuando le daban ganas de corregir a gente por la calle, pensaba “quieto, Vicente, tú aquí no eres maestro”. Gran sabio mi amigo.
Por su forma de ser, el paseante ha tenido tropiezos. No se puede ir de don perfecto por la vida. Ni a sangre y fuego. El mundo es imperfecto, como el Pretérito y como el Futuro. Arreglar lo que está en tu mano, pero no llevar a los demás de la mano. Cada cual por su camino. A su ritmo.
El paseante no cree que se equivocara de camino. Ha tenido una vida plena de momentos felices. Hasta tuvo sus minutos de gloria. Un privilegiado. No puede pedir más, sería un insensato. En eso, al menos, parece que estamos de acuerdo.
V.
VIVENCIAS Y NOSTALGIA
Por terminar con la idea de ayer -los caminos que nos pusieron por delante, y la opción elegida- creo que asomó el concepto de nostalgia de lo no vivido. Y no se me ocurre nada mejor que una canción para intentar explicarme. Es aquélla de Joaquín Sabina cuya letra asegura: “No hay nostalgia peor/ que añorar lo que nunca jamás sucedió”. No se puede decir mejor con menos palabras. Claro, es Sabina.
A estas alturas del relato, a nadie le es ajeno que me esfuerzo en poner palabras a las imágenes fijadas en los ojos entornados del paseante. Que intento aclarar sus sentimientos, a veces nublados y broncos. Que deseo presentarlo como un ser medio normal, aunque alucine casi siempre. Que quiero que viva el presente, el día a día. Que me gustaría que abandonara ese tono nostálgico que se trasluce cada vez que habla o que escribe. Que leo sus versos y siempre hay un “qué bonito lo de antes y qué mal lo de ahora”. Parece que fuera muy fan de Jorge Manrique y su “cualquier tiempo pasado fue mejor”.
Pero tiene que ver con sus vivencias. Quienes le conocen me cuentan que tuvo una infancia y adolescencia muy felices, y creo que ahí se quedó amarrado. Como una goma que se estira y se encoge, vuelve allí constantemente. Haciendo copias de seguridad de sí mismo. Guardándose siempre en el disco duro de su alma.
Creo que lo más destacado de su carácter es la falta de dedicación plena a algo concreto, decidido, ultimado. Sus vivencias son un cúmulo de cosas sueltas que ha ido haciendo por aquí y por allá. Racimo de intenciones. Manojo de deseos… Que si estudios a medio acabar de música… Que si algunas canciones y otras sin terminar… Que si empezó a escribir algún libro de texto… Proyectos que no pasaron de serlo. Lástima. Alguno debería haber cuajado.
Y es que ir dejando cosas a medio hacer genera frustraciones. Sensación de historia incompleta. De atardecer que no acaba, que no termina haciéndose noche. Siempre está ahí, -no sé si lo habéis notado- con ese sol a medio ponerse, esas luces melancólicas, esas palabras violetas, esos cantos de sirena…
¿Que si es un romántico? No lo creo. Al menos a mí no me lo parece. O lo tiene muy escondido, por pudor. Nunca habla de su vida sentimental, de las novias que tuvo, de sus experiencias amorosas… Ni siquiera sé qué piensa del amor, así, en general. Aunque sé -porque sus ojos lo dicen- que ama y que es amado. Aunque no haga apología, ni del amor haga su tema. Aunque apenas escribiera alguna canción de amor. Tal vez por miedo a ser un ñoño y escribir cursilerías. Es tan delgada esa línea que las separa…
Solo una vez me habló de una chica -en su adolescencia- y de paseos por el puerto de Ceuta. De un noray donde se sentaba a esperarla y de largas charlas hasta que anochecía. Cuando intenté sonsacarle algo más, cambió de conversación.
A veces me pasa sus escritos o sus poemas para que les eche un vistazo. Además de ayudarle en lo que puedo con la ortografía y la sintaxis, es el momento que aprovecho para aconsejarle que se deje ir. Que suelte la mano. Que abandone el lenguaje encorsetado. Que la Generación del 98 hace mucho que pasó.
En fin, es hora de que vaya a recogerlo. Hemos quedado en el paseo. Hoy creo que me va a traer algún poema para que lo ojee. Si me gusta, lo mismo lo publico por aquí. No se enteraría, él no pierde el tiempo en internet. Eso dice. Ya os contaré. Que tengáis un buen día.
VI
LA CHICA DEL NORAY.
Lo puso en mi mano con la sonrisa socarrona del que se sabe en posición de ventaja. En sus ojos había un “te pillé, jaque mate”. Así que me enroqué en un abrumado silencio.
Supuse que tendríamos que hablar. Pero no era el momento. Había un poema que leer en el café. Éste.
EL NORAY
La esperaba cada tarde
que llegara sonriendo
al noray donde amarraban
su despertar a la vida,
sus pequeñas ilusiones,
las verdades de sus ojos,
su estrenada valentía,
su ignorancia quinceañera.
Corazones desbocados
al galope adolescente;
bajo un cielo enrojecido
entre besos de poniente.
Se tomaban de las manos temblorosas.
Compartían como asiento aquel noray
que en el puerto les guardaba los secretos
de las tardes que aprendieron a querer.
Mientras las tardes ardían
se miraban, y en susurros
se decían tantas cosas
que el noray ya conocía:
Los misterios de su amor
Tanto sueño adolescente
Los “te querré eternamente”
y su futuro dolor.
Mientras las tardes ardían
y se seguían besando,
zarpaban algunos barcos.
Otros iban atracando.
Mientras su amor fue creciendo,
el noray ya conocía
que algún día, algún barco,
se llevaría, amaneciendo,
otra historia adolescente,
otro sueño marchitado.
……………..
Después de leerlo en voz alta y decirle que me había gustado pero que creía que debería seguirlo, darle más contenido y otro final, el paseante me ha soltado de sopetón que está muy bien como está y que además va a hacer una canción con este poema. Le he dicho que no le creo y que no es la primera vez que me dice algo así. Ahí ha quedado el reto. Veremos.
Después hemos hablado… No le ha gustado nada al paseante que lo pasee por aquí, que cuente sus cosas en Internet -como dice él-. Bueno, en realidad tiene razón. No le pedí permiso para desnudarle así. Le he pedido perdón.
No me siento bien con lo ocurrido. En cierta forma, le he traicionado. Lo mejor será dejar que siga paseando solo, al menos por un tiempo. Tal vez os lo encontréis en cualquier paseo marítimo…
FIN.
Una vez hecho casi todo el camino, quizá lo que hay que hacer es dejarse llevar...
ResponderEliminarToda la razón, Joaquín. Además, dejarse llevar es una sensación muy placentera. Gracias por tu comentario. Abrazos
EliminarMe encanta el Paseante Carlos
ResponderEliminarMuchas gracias, Nina. Me alegro mucho de que te guste. Y gracias también por acompañarlo y por seguir leyéndome. Un placer poder contar contigo. Abrazos
EliminarMuy bonito, Carlos,me ha encantado
EliminarGracias por seguirlo hasta el final. Un fierte abrazo, vecina.
EliminarMuy bonito poema, yo también confié en dos norays. Uno era un bar y lo que se palpaba allí terminó degenerando. El otro, como el tuyo, era ligero, casi ciego, impaciente y acabó volando, llevándose mis sueños. Gracias, Carlos.
ResponderEliminarGracias, Joaquín, por tus palabras. También yo fui uno de los asiduos parroquianos del Bar Noray, en las Puertas del Campo. Una buena Basca nos reuníamos con guitarra y sin dinero, a darle la lata al bueno de Fructuoso y a su hijo Segundo, y a Antonio el camarero. Buenos tiempos.
EliminarEs verdad que entonces, los norays nos parecían algo muy sólido y duradero. Pero salieron volando entre las nubes del tiempo.
Muchas gracias a ti por seguir el relato. Un abrazo