Un puente es cualquier cosa que se levanta por encima de algo que está dividido, para intentar unirlo. Y ahí podemos meter de todo, de todo lo que suele dividirse, digo; desde una familia hasta un país, o varios, o un mundo entero. Y así como hay verdaderos expertos en dividirlo todo, en trocearlo hasta que sea irreconocible, hay muy pocos especialistas en construir puentes para unirlo. Suelen ser los ingenieros, aunque también hay algunos que han construido puentes donde dejarse los dientes. Como aquel de Bilbao, cuyo suelo al final tuvieron que cubrir con una especie de césped artificial, para que la gente dejara de partirse la crisma contra aquella resbaladiza y cristalina superficie… Pero el tipo, el ingenioso ingeniero, digo, se llevó su pasta, y que yo sepa hasta hoy nadie lo ha llevado al juzgado por atentar contra la verticalidad de los ciudadanos de la txapela. En fin, es que son profesiones de postín, que por mucho maula que las habite -como esa otra de abogado del Estado- nunca se las pone en tela de juicio, literalmente.
Pero sigamos puenteando. Se suele utilizar la expresión “tender puentes”. Lo de tender me suena a lavandería más bien antigua, porque desde que existen secadoras, tender ya se tiende poco. Aunque a mí me sigue gustando ese infantil aroma que desprende la ropa recién tendida y que, al compás del viento, va acariciándome recuerdos de aquellas otras azoteas. Y si hablamos de un puente tendido, la imagen que me viene es la de un puente tumbado tomando el sol, como hace todo el que puede, llegando esta época y tres días de asueto seguido, o sea, de puente.
Hoy la expresión “tender puentes” la usan mucho los políticos. Y muy políticos. A menudo los escucho decir que tienen la mano tendida, que su intención es la de tender puentes para bla, bla, bla… Pero me temo, y a las pruebas me remito, que la mayoría de las veces, esos puentes que presumen tender, llevan por debajo escondidas, bombas lapa que estallarían en el momento de cruzarlo.
¡Vaya mala referencia a las lapas!
Pobres lapas maltratadas que de niño me empeñaba en despegar de las rocas para usarlas como cebo en mis tardes de pesca con chambel; o con aquella caña de pescar tan rudimentaria que sería imposible encontrar otra más rudimentaria. A falta de un Bribón, o de siquiera una patera, mis infantes posaderas se dolían sobre cualquier recodo de la Piedra Gorda que no pinchara demasiado. La Piedra Gorda, claro está, era la más gorda de las rocas de mi playa.
En estas escapadas pesqueras solía estar acompañado de mi amigo Santi, algo mayor que yo y guía aceptado por la autoridad paterna competente en la maravillosa aventura de incorporarme a la vida independiente; o sea, lejos de la vista de mi madre durante toda la tarde.
Y allí, cerca, había también un puente tendido, pero éste de verdad. Un puente atravesado por los raíles de la abandonada línea férrea que tiempo atrás unió Ceuta y Tetuán y que ya solo servía como cotidiano escenario de nuestros juegos infantiles.
Hubo después, en mis salidas del barrio, otros puentes. Son los que me ayudaron a cruzar más allá de los límites que mis pocos años y la propia época imponían. A veces, fueron puentes sobre aguas turbulentas, que Simon&Garfunkel me ayudaron a transitar. Pero puentes, al fin y al cabo, que me trajeron hasta aquí.
Y ahora, a mis años, he llegado a otro. Éste no parece peligroso; es ilusionante y tiene vivos colores, y música, y poesía en las paredes. Y como siempre, ya sabéis, al llegar, uno se plantea si cruzarlo. He decidido que sí, ya os contaré lo que me encuentre…
Carlos Bernal
Los Barrios, mayo de 2022.